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Soldado Amazonense, Aguerrido Combatiente

LA PRIMERA ILUSIÓN

LA PRIMERA ILUSIÓN

Corredor que da acceso al colegio TRM

El reloj despertador dio las 6:00 en punto y dejó escuchar ese campaneo ensordecedor que despertaba a medio vecindario, el niño de un salto felino abandonó la cama, se puso de pie y frotándose los ojos levantó los brazos hacia el techo dejando escapar un prolongado bostezo, se dirigió hacia la cocina donde su madre a la luz del candil bombeaba la cocina a kerosén para preparar el desayuno, camino medio dormido hacia su progenitora y dibujando una sonrisa la saludo con un beso en la mejilla.

 

Se cepilló los dientes, se quitó la ropa y antes de entrar a la ducha tocó el agua que caía como lluvia retirando sus manos casi al instante, pronunciando un silencioso “lai que frió está”, bajó la mirada hacia un costado del baño y vio el vapor que escapaba de la olleta en la que su madre gentilmente había calentado agua para el baño de su pequeño; más allá estaba la tina color roja donde depositaba el agua caliente para bañarse en aquellas gélidas mañanas; luego de bañarse se apresuró a secarse y cubriéndose con la toalla se dirigió hacia su cuarto, allí, sobre su cama estaba su uniforme escolar planchado impecablemente por su laboriosa madre, se puso la camisa y aún podía sentir la tibieza que había dejado la plancha al lidiar con las arrugas de su vestimenta.

 

Luego de cambiarse se miró en el espejo y comenzó a peinarse el cabello delineando una perfecta raya al costado, se apresuró hacia la mesa de madera que fungía de comedor en la cocina, donde el desayuno estaba servido, saboreo el “tucsiche” apenas bajado de la sartén, cogió un pan de la cesta y lentamente fue introduciéndole en su taza de café donde el queso  estaba a punto de hacerse “chicle”.

 

Luego de terminar a tomar su desayuno, cogió sus cuadernos de la mesa que le servía de escritorio y escogiendo aquellos que correspondían a ese día según el “horario de clases” que estaba pegado en la pared, los metió en su mochila y despidiéndose de su madre salió presuroso rumbo al colegio.

 

En el trayecto se encontró con un compañero de aula y luego de saludarse enrumbaron hacia su colegio, ese día lunes por la mañana, las calles de Mendoza amanecían más alegres que de costumbre y es que los alumnos desfilaban en parejas o en grupos, correteando, riéndose y otros cantando o silbando, y  ese jolgorio alegraba más aún la mañana; el fío no dejaba de trinar y la angusa que estratégicamente permanecía en las hileras de alambres que colgaban de los postes de alumbrado eléctrico, de rato en rato revoloteaba tratando de alcanzar a las mariposas, chicharras o algún otro insecto volador cuyo ojo perspicaz detectaba.

 

Era una mañana primaveral y el sol irradiaba desde temprano resaltando más aún ese cielo azul mendocino; los alumnos iban caminando y al pasar por la casa  de algún compañero, dejaban escapar un silbido que previamente habían pactado en señal de clave para el llamado entre ellos. Una vez frente al portón metálico que  daba ingreso al colegio, se aprestaban a cruzarlo y desde allí comenzaba una especie de pasarela por ese prolongado corredor de concreto que llevaba hasta el patio principal del colegio donde los alumnos formaban antes de entrar a clases.

 

El niño cruzó todo el corredor que da al colegio y de rato en rato miraba de un lado a otro como si tratara de ubicar algo, al llegar al patio principal miro hacia todos lados y aquel rostro sonriente que minutos antes había mostrado al cruzar el portón del colegio, se esfumó y dio paso a un rostro preocupado y angustiado; él y su amigo habían sido los primeros en llegar al colegio y es que había una fuerza que le motivaba a levantarse bien temprano para llegar primero, pero su corta edad no le permitía comprender que era aquello todavía; los dos amigos se sentaron en el corredor que da frente a la entrada principal al patio y el niño dejaba mostrar su angustia motivando a que su amiguito le preguntara reiteradas veces lo que le estaba pasando, obteniendo como respuesta un silencio prolongado.

 

El reloj iba a dar las 8:00 de la mañana, los alumnos habían formado grupos en el patio del colegio y el bullicio proveniente de estos mozalbetes opacaba el canto de las madrugadores golondrinas que revoloteaban por encima del techo de calamina, que a la luz del sol brillaba resaltando más aún el color blanco de las paredes del colegio; allí estaba Charo y junto a ella Sonia, más allá estaba Asunta, Chio y otras compañeritas de aulas que sonreían inocentes contándose las anécdotas del fin de semana que pasó. La campana que llamaba a formación dejó oír su retuendo y los alumnos comenzaron a formar presurosos, el niño no salía de su angustia, sentía que algo le faltaba, allí estaban todas sus amiguitas menos una, ella era una de las más queridas y aún no había llegado; se preguntaba en silencio si algo le había pasado y su “chochera” de al lado que ya se había dado cuenta de lo que estaba sucediendo, le consolaba diciendo que no se preocupara ya que ella casi siempre llegaba tarde.

 

El Brigadier General mando “en columna cubrir”, a alinearse y luego se dejo escuchar aquellas letras entrañables del himno del colegio... “Salve colegio querido, dulce nido de amor y virtud...”, rezaron el Padre Nuestro y comenzaron a desfilar a aulas en forma ordenada; el niño buscó con la mirada en las filas de las niñas para ver si ella había llegado y no pudo ubicarla, estando por entrar al salón de clases, sintió que una voz femenina le hablaba desde atrás y le decía “hola ya llegué”, él se apresuró a voltear la mirada desde donde provenían esas apacibles palabras y allí estaba la China, por fin había llegado y con ella la sonrisa volvió al rostro del niño, no cruzaron más palabras y entraron al aula, se sentaron en sus carpetas respectivas y ligeramente distantes, y mientras el profesor explicaba la clase ellos intercambiaban miradas fugaces.

 

El retuendo de la campana que anunciaba el recreo se dejo oír y cual avecillas que abandonan la jaula, los alumnos salieron corriendo hacia el patio; allí se fueron juntando Charo, Sonia, la China y el niño; él no quiso preguntarla porque había demorado en llegar, no era prudente desperdiciar el tiempo en preguntas tontas, Charo propuso ir a comer guayaba en el potrero de don “oshquita” que colinda con el colegio y así lo hicieron. Una vez llegado al potrero, el niño se saco los zapatos y se subió ágilmente a un guayabo, miro a su alrededor tratando de ubicar la guayaba más grande y madura, la cogió y desde abajo Charo y Sonia pedían que se las entregara pero él se la dio a la China.

 

Ella recibió la guayaba y en señal de agradecimiento le regalo una sonrisa que enterneció más aún aquel rostro angelical, de regreso a las aulas, en el trayecto aquellos amigos venían jugueteando y riéndose alejados por un instante de las preocupaciones propias de la vida  colegial. La clase de ese día terminó y todos los alumnos salieron del colegio rumbo a sus casas, la odisea que se mostraba por las mañanas cuando éstos venían al colegio, se volvía a repetir por las tardes cuando retornaban a sus hogares; ese día el niño, luego de cumplir con sus tareas cotidianas dejadas por los profesores, se fue a dormir contento, pues en su infantil mente permanecía aquella sonrisa y aquel bello rostro de la más querida de sus compañeritas, la China Marina.

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