* EPITAFIO...
Sufriendo en su lecho de muerte se encontraba aquel moribundo ser, tenía la mirada vaga como disimulando la nostalgia, de rato en rato contemplaba a uno que otro familiar que lo acompañaban en sus últimos suspiros de vida, eran casi las siete de la noche y la luz amarilla de aquella bombilla eléctrica que alumbraba débilmente la habitación, reflejaba en aquellos enrojecidos ojos por las lagrimas derramadas.
En una esquina de la habitación donde reposaba el moribundo, dos velas blancas a medio consumir alumbraban la imagen del “Señor de Ánimas” y de la virgen “María Auxiliadora”, una estampita del “Señor de los Milagros” estaba allí colocado en el centro de los dos cuadros; como si se conmovieran por aquella escena lúgubre, las imágenes de los santos parecían compartir el dolor y la tristeza que se respiraba en aquel ambiente.
Las mujeres que en ese momento acompañaban al moribundo, disimuladamente frotaban sus mejillas tratando de sacudirse aquellas lágrimas amargas y suspiraban pausadamente, y es que el agónico les había pedido que no llorasen y que quisiera verlos sonriendo para que así ablandasen su camino hacia la muerte y le sea menos dolorosa la inevitable partida.
Una vez más el moribundo miró hacia la puerta deseando desesperadamente ver ingresar a la amada que había esperado desde hacía años, miro fijamente por largos minutos y luego viró la cabeza hacia donde estaba su madre quien sentada a un costado de la cama le acariciaba aquella afiebrada frente, la miró fijamente a los ojos y con voz débil y entrecortada le dijo: …Ella va a venir… me prometió que regresaría y me vería antes de morir...
La madre sólo asintió con la cabeza y apretó los labios para evitar llorar, le contestó tratando de consolarlo: …Si hijo mió ella vendrá...; bajó la frente para esconder su dolor y dos lágrimas escaparon por sus mejillas, muy dentro de ella sabía que no llegaría por que aquella mujer a quien su hijo tanto esperaba estaba tan distante que ni aún un milagro hubiera podido traerla. La madre cerró los ojos, apretó el rosario que traía en las manos y elevó una oración en silencio pidiendo al altísimo que se apiadara de su hijo y que borrara la imagen de aquella mujer que aún en el lecho de muerte perturbaba la mente de su primogénito; renegó de aquel amor que un día su hijo le confesara sentir por una fugitiva y que poco a poco fue consumiendo la vida de su retoño.
Afuera en la calle se escuchaba las risas de los niños que alegremente jugaban a las escondidas sin presagiar lo que ocurría puertas adentro, el moribundo al escuchar aquel bullicio evocó aquellos días en que él y su amada correteaban libremente por el campo y por las calles de su pueblo natal, apretó los puños deseando retroceder el tiempo hasta aquellas épocas cuando escondido de la esquina de su casa contemplaba aquel femenino rostro, cerró los ojos para seguir recordando pero un profundo dolor en el pecho lo sacó de su ensueño, una lagrima rodó por la mejilla de aquel agonizante rostro y su madre se apresuró a secarla, él volteo nuevamente hacia ella y mirándola fijamente estiró el brazo tratando de tocar la faz de su protectora mientras decía: …No te preocupes madre mía… ella me prometió que vendría y entrará en cualquier momento por esa puerta...
Un profundo silencio encerró la habitación, había trascurrido casi dos horas y él seguía mirando la puerta, nadie de los presentes se atrevía a decir nada por evitar recordarla y pensaban que era suficiente el dolor sufrido por haber pasado toda una vida esperándola. Un paño humedecido en agua fría reposaba sobre la frente de aquel ser agónico y dos mantas cubrían su cuerpo recostado en aquel viejo catre, testigo de interminables noches que pasó soñándola despierto.
El gallo del corral dejó escuchar su canto de media noche, y lo que antes se oía como una dulce melodía, esa noche se escuchó como el presagio de un triste final; las velas que alumbraban las imágenes se habían consumido por completo y la madre se apresuró a reemplazarlas por otras nuevas, las manecillas del reloj que colgaba de la pared parecían haber detenido su marcha, un suspiro escapado de aquel cuerpo maltratado rompió el silencio de la noche, en el salón contiguo al cuarto del agonizante, los amigos y familiares habían empezado a rezar un rosario pidiendo por la salud de ese debilitado corazón que moría lentamente por amor.
El moribundo cerró los ojos por un largo rato y su madre se inclinó para tocar el cuerpo de éste y así cerciorarse que aún estaba vivo; él al reconocer la tibieza de esa mano rugosa que tantas veces alivió su dolor, entreabrió los ojos y casi susurrando consoló a su madre diciendo: …Aún sigo aquí madre mía… ella vendrá y yo no me iré de este mundo sin verla por última vez…
Así pasaron las horas y los rostros de la madre y del moribundo denotaban una palidez sepulcral por las trasnochadas sufridas desde aquel día que cayó en cama, la luz del alba comenzó a filtrarse por la hendidura de la ventana; la madre vencida por el sueño había dormitado unos minutos y despertó de un sobresalto, miró a su hijo quien permanecía despierto mirando hacia la puerta de madera. Ese día la mañana amaneció más triste que de costumbre, los madrugadores pajarillos que otrora adornaban las auroras con su melódico trinar, ese día habían enmudecido; él dejó de mirar por un momento a la puerta para voltear hacia su madre que seguía inamovible sentada al costado de su cabecera, sentía que las fuerzas lo abandonaban y que el momento había llegado, colocó sus brazos a un costado y haciendo un último esfuerzo empujó su cuerpo para acercarse al de ella, estiró el cuello para alcanzar el oído de esa dufrida madre y suspirando pronunció sus últimas palabras: …Madre ha llegado el momento de partir… sé que ella vendrá y si ya no estoy aqui, dile que nunca deje de amarla, que este amor terrenal muere aquí conmigo pero que nace un amor celestial y que la estaré esperando allá en el edén, donde seguro llegará un día para consolidar este amor que la vida se encargó de frustrar...
Retiró la mano que suavemente tocaba el rostro de su madre, volteó lentamente la cabeza para mirar por última vez aquella puerta de madera por la cual pasaría su amada, dejó escapar un prolongado suspiro, ensayó una sonrisa forzada y su corazón dolido de amor dejo de latir; la madre rompió en llanto y abrazando el inerte rostro de su hijo, levantó la mirada hacia el cielo para luego pronunciar: …Dios mío allá va mi hijo amado…... acógelo en tu gloria con el mismo amor intenso que él sintió por aquella mujer...
Las campanas del templo anunciaron su partida, el cielo abrió sus puertas y desde lo alto una tenue lluvia comenzó a fluir, el sol de la mañana al sentir tanto dolor quiso ocultar su brillo tras las nubes, todo el pueblo se enteró de aquella muerte, murió de amor decían algunos; siempre lo esperó decían otros; en la caja mortuoria yacía el cuerpo inerte de aquel sublime hombre, y aún de muerto parecía estar esperándola, ya que el rostro rígido permanecía volteado hacia la puerta.
En su tumba yacían ya sus restos fúnebres, había pasado cerca de un mes desde su muerte; a lo lejos ella había recibido una carta de la madre angustiada, donde le decía que su hijo estaba muriendo de amor y le suplicaba desesperadamente que viniese para salvar aquel corazón dolido y moribundo; la amada desesperada atravesó mares, ríos, desiertos, bosques y ciudades para llegar hasta donde estaba él; al ingresar al valle donde nació miró desde lo alto de aquel cerro que está a la entrada del pueblo, desde donde las casas se veían pequeñas y distantes; sintió una nostalgia por el transcurrir del tiempo y por la lejanía del ser amado, al llegar a la plaza de la ciudad bajó del carro y apresuró el paso hacia la casa donde se suponía el agonizante lo estaría esperando, al llegar frente a esa puerta de madera envejecida por el paso del tiempo y que años atrás había cruzado una que otra vez para buscar aquel compañero, esbozó una sonrisa por aquellos años de infancia e inocencia, pronto se desdibujó el rostro y sintió que el corazón se le paralizaba presagiando que algo malo había sucedido, golpeó con los puños aquella puerta buscando que alguien la atendiera y el portón comenzó a abrirse lentamente, por la hendidura apareció el rostro entristecido de aquella madre y el color negro de la vestimenta que llevaba puesta aquella pálida mujer que acababa de abrir, no hacia mas que confirmar el temor que había sentido durante todo el viaje: la partida del ser amado; la madre al verla la abrazó tiernamente y le dijo: …Hija él te esperó cada día de su vida y murió pronunciando tu nombre…
La amada no esperó más y sollozando pidió que la llevasen hasta la tumba que albergaba el cuerpo, al ingresar al camposanto fue corriendo hasta el sepulcro donde yacía aquel ser que dedicó su vida entera a amarla y esperarla, unas flores frescas adornaban aquella lápida sepulcral y un epitafio que él mismo pidió se lo escribiesen provocó que casi se desvaneciera…
… Mi Ángel, sabía que vendrías a verme… (Decía la sepulcral escritura)
Ahí mismo parada sobre la apacible tumba rompió en llanto, aquellos ojos menudos se llenaron de lagrimas y su corazón apenado sintió un dolor profundo que provocó que se hincara de rodillas, abrazo la fría lápida y permaneció así por largo rato, su mente cual película recorrió los momentos vividos e imaginó aquellos que les fueron arrebatados; la tarde había transcurrido lentamente y la noche preparaba su manto para cubrir los últimos rayos de luz, se limpió las lagrimas por enésima vez y lentamente se fue irguiendo hasta ponerse de pie, tomó una bocanada de aire y mirando nuevamente la lápida pronunció con voz enmudecida por el llanto: …Te amo cariño mió... espérame allá donde te encuentres por que ahí no habrá nada ni nadie que impida nuestro amor…
Fue tan intenso, real y profunda aquella última frase pronunciada por esa fina boca, que el cielo se apiadó de los amantes y quiso regalarles un momento para la despedida, permitió que el espíritu enamorado de quién la esperó toda una vida, bajara hasta ella en forma de una suave brisa; ella permanecía ahí parada con la mirada perdida, como queriendo penetrar aquel pedazo de tierra que la separaba del cuerpo inerte de su amante, él desde el cielo se acercó lo más que pudo hacia ella, sabía que no podía ser visto y buscó la manera de hacerla saber que estaba allí, sopló suavemente por sobre sus mejillas provocando un ligero revoloteo en sus cabellos, una extraña sensación recorrió el cuerpo de ella y pensando en su amado cerró los ojos y se dejó acariciar por aquella apacible brisa.
Fue efímero ese momento en la realidad, pero a ellos sólo les bastó esos segundos para sentir su amor por primera y última vez…
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